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miércoles, 4 de noviembre de 2009
En el Barranco de Víznar. Andrés Mencía
Los viajeros llegamos a Alfacar en coche y preguntamos al primer paisano por la cuneta donde habían fusilado a García Lorca. Pese a no conocer el lugar exacto del enterramiento, los viajeros estábamos orientados y el paisano nos enviaba en dirección contraria. Con el segundo vecino conseguimos una indicación más aproximada. Aún tuvimos que preguntar a un grupo de jubilados que vigilaban la carretera por el lugar exacto. Y allí estaba el viejo olivo, en la primera curva del Caracolar, y junto al olivo, un monolito con la leyenda insultante: A todas las víctimas de la guerra civil.
Han puesto unas rejas al campo y lo llaman Parque de Federico García Lorca para impedir la fuga de los huesos de los más de catorce o veinte fusilados en esta curva y enterrados en la cuneta. No hay lugar más abandonado en todo el pueblo de Alfacar. Que, por cierto, los chalets de las urbanizaciones ya llegan apenas a cincuenta metros: ahora tendrían que buscar otras cunetas para fusilar, aquí molestarían a los señoritos de Granada que vienen a descansar.
Los versos del poeta, expuestos en cerámica de Fajalauza por allí, están aún más fuera de lugar que los propios cadáveres junto al olivo. Es un parque sin agua y sin vergüenza en el lugar de una fuente, la Fuente Grande, que hace siglos que da de beber al Albaicín. Aquí, en la primera curva del Caracolar, la de la Fuente Grande, comienza el rosario de cunetas ocupadas por los huesos de los fusilados, hasta el barranco de Víznar, apenas a un kilómetro de este olivo tísico que ni sombra tiene para esos muertos que lo alimentaron.
En el barranco de Víznar gritan, entre los pinos de la repoblación forestal –querían borrar la sangre de las peñas–, las más de dos mil quinientas víctimas de los fachas de Granada, allí enterradas en cal viva. Desde la carretera se entra fácilmente al barranco por un sendero acondicionado al efecto por amigos de los muertos. Estos han tenido mejor suerte, son más y no han estado tan solos. Alguien hizo una cruz con piedras sobre una de las fosas de la cal y han prendido las flores que dejaron las familias de los fusilados en primavera.
Los viajeros llorábamos acariciando estas flores que se han hecho salvajes entre tantos huesos. Nos sentíamos tan humillados que nos consolaban sus pétalos. Necesitábamos alguna razón para no morirnos de vergüenza. Estas azucenas gritando su inocencia nos la daban. Nos costaba arrancarnos del lugar. Hay un imán allí que te atornilla a ti mismo y a tu biografía. No podemos huir de nuestros muertos por siempre, en algún momento nos agarran. Cuanto más lejos vayamos, más nos gritarán. Por las cuatro esquinas de Granada hay barrancos con fosas de cal viva. En Órgiva, cuatro mil quinientos en el barranco del Carrizal, en Guadix, en Alhama...
En realidad, por todos las cunetas y barrancos de este país, hasta sumar los ciento treinta mil documentados. ¿Pero qué nos gritan nuestros fusilados sin nombre o nombrados? Un cadáver que no ha dejado de gritar después de 70 años es porque tiene que decir algo importante. Ellos ya no recuerdan el nombre de sus asesinos, los muertos han cambiado su discurso. Continúan llorando en las cunetas, pero ahora lloran por nosotros y nos gritan a nosotros. ¿Cómo hemos podido continuar callados una generación y otra generación y otra generación? ¿Cómo podemos continuar circulando por estas carreteras sembradas de huesos de los nuestros? Para construir las autopistas se han profanado muchas de las tumbas de las cunetas.
Y yo mismo he bebido agua en el Albiacín, el agua que corría entre los huesos de los fusilados del barranco de Víznar. Todos los granadinos han bebido de ese agua y han callado. La fuente del Avellano debe de manar agua fecundada por huesos de fusilados. Hasta el agua de la Fuente del Avellano se pone roja de vergüenza cuando alguien quiere beberla. ¿Qué nos pasó a los vivos de este país que nos hemos callado como muertos? El silencio es una enfermedad producida por el virus del miedo.
Los nietos de aquellos fusilados, sobre todo los que se han puesto a buscar los huesos de sus familiares, se preguntan todavía por qué los padres de la constitución dejaron al abuelo en la cuneta. Nadie les contesta en voz alta. En voz baja les dicen mentiras, que no fue posible, que había que salvar la democracia, al rey y los pactos de la Moncloa. No les dicen la verdad, que quien los mató ordenó silencio a los vivos y que todos hemos callado, traicionando a los que morían porque no se callaban. Han pasado setenta años y continuamos callados. Lo más vergonzoso es que hemos sido capaces de vivir sobre sus tumbas en silencio, hemos comido, hemos fornicado sobre sus tumbas. Los muertos de las cunetas continuaron gritando y nosotros ni reparábamos. Los más aniquilados por una matanza tan sistemática como la ocurrida en aquellos años del golpe militar no estamos enterrados todavía. Nuestra suerte ha sido más vergonzosa que la suya, huesos en una cuneta.
"El valor del ser humano está en su memoria", solía repetir mucho Canetti. La memoria del silencio de tres o cuatro generaciones de españoles no puede valer mucho. Cuando, por fin, los viajeros del barranco de Víznar nos confesamos estas vergüenzas que sentíamos al pisar sobre aquellas tumbas, cuando por fin hablamos, entonces nos pudimos ir del lugar, para dar testimonio. Nunca será tarde para que tomemos la palabra las víctimas del miedo, por más que dé vergüenza después de tanto tiempo, nunca será tarde para gritar que los padres de la constitución no desenterraron a tu abuelo porque se habían juramentado para volverlo a fusilar.
Y con él, para fusilar también a todos los que non deteníamos a mirar las flores que crecen sobre esas tumbas en algunas cunetas y queríamos hacer de sus tumbas lugares dignos para descansar de tantas traiciones. Los padres de la constitución se habían juramentado para continuar fusilando y para continuar ordenando silencio.
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Es la verdad, y hoy en día se sigue guardando silencio y entre labios, exigiendo silencio, una vergüenza...
ResponderEliminarNada se puede perdonar cuando no se admite la falta, el error, el dolor, la injusticia. Ni el miedo lo puede justificar. Ya es la hora de desenterrar los huesos para que nos cuenten su verdad, su dolor, su miedo....Y todo lo que nos quieran contar. Es la hora de l@s valientes.
ResponderEliminarQuitemos la mordaza al silencio
ResponderEliminarel dolor debe aventar el miedo
para que le verdad escriba claro
todo lo omitido y enterrado
en cunetas y barrancos.
Ya es hora de desenterrar
y de restablecer el honor
de tantos hombres y mujeres
que fueron libres y coherentes